Los galeses abandonaron su país con la esperanza de encontrar un
lugar donde pudieran mantener sus cultura y su lengua, soñaban con la
creación de una Colonia Galesa, en un país lejano y apartado, donde no
hubieran influencias extrañas. Los colonizadores, teniendo en cuenta
todos los factores, se pusieron de acuerdo en que la Patagonia era el
sitio apropiado para su establecimiento, probablemente influenciados por
los relatos del almirante Fitz Roy, que había recorrido las costas de
América del Sur en 1833 y había elogiado mucho el valle del río Chubut o
Chupat, como se le llamaba entonces. Es así que se ponen en contacto
con el doctor G. Rawson, ministro en Buenos Aires, a través del
consulado argentino en Liverpool y empiezan las conversaciones para
asegurar una gran extensión de tierras en la Patagonia, ya que pensaban
radicar allí de dos a tres mil familias en el término de diez años. Si
bien este proyecto no fue aprobado por el Congreso Nacional, existía la
ley de tierras aprobada en 1862, y ésta adjudicaba 124 acres (unas 50
hectáreas) para cada familia inmigrante, así que continuaron los planes
de emigración.
El 28 de julio de 1865 desembarcaron en el
Golfo Nuevo -lo que es hoy Puerto Madryn- 153 hombres, mujeres y niños,
luego de sesenta días en el mar.
Los colonos, en su mayoría pobres, no sólo se
habían preparado para hacer un largo viaje por mar, sino también para
establecer una colonia en un lugar completamente despoblado,
desconocido, y aislado de toda organización social. Pese a esto,
sufrieron numerosos contratiempos, y sin la ayuda del gobierno Argentino
y de los indígenas, no hubieran logrado sobrevivir esos primeros años
en las costas patagónicas.
Buscaron la tierra más labrable cerca del
puerto y sembraron trigo, sin saber entonces que no había lluvia
suficente en la región para que éste germinara y madurara. Pronto vieron
que Puerto Madryn no era un buen lugar para establecerse, ya que no
había agua dulce, y decidieron trasladarse a la desembocadura del río
Chubut. Este viaje se hizo en varias etapas, por mar y por tierra, y
transcurren dos ó tres meses hasta que todos lo completan y se instalan,
con sus animales y sus provisiones, en un llano a orillas del río, a
unos seis kilómetros del mar. Era demasiado tarde para sembrar,
inclusive las hortalizas que plantaron no prosperaron, pues ignoraban
las condiciones del clima de la zona, su extrema sequedad y las casi
ausentes precipitaciones. Lo mismo pasó con las dos primeras cosechas de
trigo.
Según cuenta A. Matthews en su libro “Crónica
de la Colonia Galesa de la Patagonia”, “cuando recién llegamos y
posteriormente durante varios meses, nos hallábamos preocupados con
respecto a los indios. Si viajábamos de noche o dormíamos fuera en el
campo, el grito de un ave era capaz de llevarnos casi al desmayo, pues
creíamos que se trataba, con toda seguridad, de un grupo de indios que
se acercaba. Vivíamos así en continuo sobresalto, hora a hora, minuto a
minuto, durante varios meses; hasta que llegamos al otro extremo de
creer que no había indios en el país.”
Pero unos meses después de su llegada, un
hombre galopa valle abajo y entra en le pueblo diciendo, falto de
aliento que los indios habían llegado, y al día siguiente hicieron su
aparición un anciano, una anciana y dos mozas, ataviados todos con
pieles de guanaco. Tenían un toldo hecho de cueros y algunos palos, y
gran número de caballos, yeguas y perros.
“Tanto ellos como nosotros desconfiábamos los
unos de los otros, y no sabíamos cómo tratarnos, pues no entendíamos ni
una de las palabras que nos decíamos unos a otros. El indio hablaba a
veces su idioma nativo, y otras el castellano, pero para nosotros el uno
era tan desconocido como el otro, excepto cuando oíamos algunas
palabras bastante parecidas a una que otra palabra en latín, que algunos
recordaban.
Poco a poco llegamos a entendernos bastante
bien, a veces con signos y otras por medio de palabras españolas o
nativas recogidas por unos y otros. Al parecer las intenciones de esta
familia eran pacíficas, pero temíamos que fueran espías traicioneros de
un ejército poderoso; sin embargo, como transcurrieron meses sin
presentar novedades, llegamos a creer, y con toda justicia, que estas
eran personas pacíficas. Después supimos que el anciano era uno de los
principales jefes del país, del cual formaba parte el valle del Chubut, y
era por lo tanto dueño legítimo de la tierra.”
El trato con esta familia de indios fue muy
favorable para la colonia, ya que la carne era escasa porque no
disponían de suficientes animales para su consumo, y habían perdido
todas las ovejas la primera semana de su llegada al valle, además sólo
unos pocos sabían usar un rifle, así que tampoco podían cazar los
animales silvestres. “…pero cuando llegó el cacique indio Francisco con
sus perros y sus caballos veloces, y su habilidad para la caza,
recibimos mucha carne a cambio de pan y otras cosas. Adiestró, además, a
los jóvenes en el manejo de los díscolos caballos y vacas,
proporcionándoles el lazo y las bolas. Recibimos también instrucciones
útiles en la práctica de cazar animales silvestres, y en consecuencia
varios de nuestros jóvenes llegaron pronto a ser hábiles cazadores.”
galeceses campo.jpgEl segundo encuentro con
los indígenas se dio al poco tiempo, a mediados de julio de 1866, cuando
todavía estaban en la colonia el cacique Francisco y su gente. Esto era
algo que los galeses no esperaban, y les causó una gran impresión
cuando un domingo, durante una reunión del culto, aparecieron decenas de
indios alrededor de la casa. Se envió a alguien a avisar a la gente del
pueblo; la tribu acampó a unos diez kilómetros del poblado, y antes del
mediodía siguiente se trasladaron a un lugar mas cercano, sobre la
ribera norte del río. A los pocos días apareció otra tribu, que se ubicó
sobre el lado sur del río. Estas tribus eran conocidas por el nombre de
sus caciques, Chiquichan y Galatts. Chiquichan y los suyos pertenecían
al grupo de indios denominados Pampas, y Galatts a los Tehuelches o
indios del sur.
“En total, había entre nosotros de cien a
ciento cincuenta indios, con mujeres y niños, de modo que estábamos
cercados y completamente indefensos, pues a un lado estaba el mar y al
otro las dos tribus nos separaban del campo. Visitaban nuestras casas
todos los días, mendigando comida y tratando de comerciar con nosotros
las mantas que fabricaban, plumas de avestruz, toda clase de pieles y a
veces caballos, yeguas y aperos de montar, monturas de su propia hechura
o a veces españolas.”
“…una de las primeras cosas que solicitaron
fue cognac o brandy, nombre que dan a todas las bebidas alcohólicas. No
había en toda la colonia más que tres botellas de ginebra y un poco de
cognac, guardado en el almacén como medicamento. Muchos, sin conocer en
absoluto las circunstancias, han culpado a los colonos de haber empezado
a dar bebida a los indios. No tratamos de justificarnos por la bebida
que se les dio años después, pero al principio, sobre todo esa primera
vez, era difícil negarles nada, por el miedo que les teníamos, a causa
de encontrarnos del todo indefensos y dependientes de su amistad.
Después de beber entre ellos la bebida de que disponíamos, que por
cierto resultaba como la nada entre tantos, el cacique Chiquichan trajo
una hermosa yegua de regalo al donante, en agradecimiento, al parecer,
por los licores. Y ésa fue toda la bebida que recibieron de nosotros ese
año, pues era ésa toda la que teníamos… después de vivir así en el
mejor entendimiento entre nosotros nos dejaron al cabo de dos o tres
meses, para regresar cada tribu a su tierra respectiva.”
A veces las tribus de indios significaban un
estorbo bastante grande para los colonos, porque estaban continuamente
en las casas, mendigando, y a la vez eran un serio obstáculo para el
adelanto de los trabajos de la tierra, pues los hombres no se animaban a
dejar solas a sus familias cuando había muchos indios en la vecindad.
Las mujeres y los niños vivían en el pueblo tanto por temor a una
inundación como para estar unidos en caso de un ataque indígena.
pesar de esto, las visitas resultaban ventajosas, pues ellos
contribuían con sus caballos y aperos para montar, y carne a cambio de
pan y otras cosas.
“Ese año vendían muy baratas sus mercaderías,
al parecer porque veían que los colonos no tenían mayormente nada que
dar por ellas. Era posible comprar un caballo por unos pocos panes y un
poco de azúcar, o si no por unas yardas de algodón y uno o dos panes.”
Como escribía en diciembre de ese año, desde
Gales, Michael D. Jones, “Los indios quieren pan, mate, licor, tabaco,
monturas inglesas, frazadas. Ellos tienen pieles, plumas de avestruz,
carne de caza, para hacer trueque. La gente de Patagones tiene miedo que
su negocio con los indios pueda verse perjudicado por la Colonia del
Chupat…”. (M.M. Novella y J. Oriola, en “Historias de la capilla Seion”)
Si bien en esos primeros encuentros no se les
dio bebidas -como explicaba Matthews, tampoco las tenían-, algunos
habitantes de la colonia procuraron conseguirlas en cantidad para la
próxima vez que fueran visitados por los indígenas, e incluirlas entre
los bienes que trocaban, ya que se vio que hacían excelentes ofertas a
cambio de ellas. Esta no era una opinión compartida por todos los
colonos, el mismo M. D. Jones, en una carta fechada seis años después
agregaba “…no lleve licor para los indios. Los colonos lo han hecho, y
sin duda resulta lucrativo. Pero terminará dañando a la colonia. Que los
indios sean bien tratados y conducidos por el camino de la virtud. El
interés de la colonia es el interés de los indios.”
Aunque la convivencia era tranquila, no
estaba libre de incidentes. Los galeses temían a los indios, y sufrieron
algunos robos de caballos.
Uno, ese mismo año, que resultó bien porque
pudieron recuperar los animales: “el cacique Galatts tuvo la honradez de
prestar a los colonos caballos y guías para perseguirlos, con los
cuales lograron alcanzarlos y recuperar los caballos.”.
El robo mas importante fue en 1871. Como se
relata en la misma crónica, “… una noche, cuando recién habíamos
comenzado a labrar esta tierra, bajó un grupo de indios ladrones, entre
las nueve y las diez de la noche, y se llevaron todos los caballos que
encontraron a mano… antes de medianoche, habíamos comprobado que habían
sustraído más de sesenta animales… Al día siguiente se emprendió la
persecución …no se logró recuperar los animales.”
Este robo resultó una pérdida inmensa, por
ser la época del año en que los galeses trabajaban la tierra y que los
caballos robados eran precisamente los que estaban adiestrados para ese
trabajo. A pesar de ello, ese año se sembró bastante, y la vida en la
colonia siguió su curso.
Para la segunda mitad del siglo XIX, tanto
Argentina como Chile se disponían a conquistar los territorios habitados
por los mapuche. Quizás el gobierno argentino comprendió que no era
lejano el día en que hubiera demanda por sus tierras y para darles más
valor resolvió librarlas del indio. En algunos intentos de solucionar la
situación en forma pacífica, se firmaban convenios que las mismas
autoridades no respetaban, y esto provocaba más ataques a los blancos:
los indios se levantaban en temible malón, y arrasaban poblaciones
enteras. Esto era seguido, a su vez, por represalias del ejército, y así
en un círculo que sólo podía terminar como lo hizo, con la dominación
de los pueblos originarios, ya que desde Buenos Aires se enviaban tropas
mejor pertrechadas y en mayor número cada vez.
Las relaciones de los galeses, mas aislados,
con los tehuelches y pampas, seguían siendo de desconfianza y temor,
pero básicamente, buenas. Según la interpretación de Matthews, esto se
debía a que “Los criollos le tienen mas miedo al indio que los galeses y
este temor había surgido sin duda de los crueles ataques realizados en
el pasado por los indios en distintas partes del país. La crueldad de
los españoles con los aborígenes de América del Sur era proverbial, y
era por lo tanto natural que los indios se vengaran de ellos cada vez
que se les presentara la oportunidad. Los galeses habíamos sido, al
contrario, caritativos con los indios desde el principio y habíamos
ganado su confianza y buena voluntad.”
De todas formas, a lo largo de toda la
Patagonia, la situación era cada vez mas tensa; en 1875 Alsina, Ministro
de Guerra del gobierno de Avellaneda, proponía un plan para “apuntar a
poblar el desierto y no a destruir”, pero el tratado que se firmó esa
vez fue roto por Catriel en un malón inclusive más sangriento que el de
1872. En 1877, asume Julio A. Roca como Ministro de Guerra, y él, en
contraste con Alsina, creía que la única solución contra la amenaza de
los pueblos originarios era extinguirlos, subyugarlos ó expulsarlos.
Eran los pasos preliminares para la Campaña del Desierto, que terminaría
varios años mas tarde, con los pueblos originarios diezmados, y los
sobrevivientes apresados y trasladados a campos como el de Valcheta, en
Río Negro, o a la Isla Martín García, en la provincia de Buenos Aires,
como prisioneros.
Es en este contexto donde tiene lugar un
hecho muy penoso para los colonos, y es importante tener en cuenta la
situación del resto del país. Cuatro de los pobladores se habían
encaminado unas doscientas millas -trescientos veinte kilómetros- tierra
adentro en expedición exploradora, y en el viaje de regreso, “estando a
cien o ciento veinte millas de la colonia, fueron atacados en forma
sorpresiva por un grupo de indios, que mataron bárbaramente a tres de
ellos, logrando huir como por milagro el cuarto. Este hizo a caballo
casi toda la distancia mencionada sin parar casi un minuto en lado
alguno y pasando una vez hasta por un lugar que parecía infranqueable
para un hombre a caballo. Este suceso alarmante fue consecuencia de la
persecución de que por parte de los soldados fueron objeto los indios
ese año, provocando en ellos un odio tan grande contra el blanco que ni
apreciaban ya asus viejos amigos los galeses.
Cuando el fugitivo llegó a la colonia y narró lo sucedido, se
organizó un contingente de voluntarios para que fuera al lugar del hecho
y averiguara con exactitud la situación, ya que el que había huido no
sabía exactamente cómo habían resultado las cosas. Llegados al lugar,
encontraron para su pesar los cadáveres, maltratados de un modo
sumamente bárbaro. Los enterraron allí con todo el respeto posible en
semejantes circunstancias.”
Esto ocurrió cerca de donde hoy está el
pueblo de Las Plumas, en un valle que pasó a llamarse “de los Mártires”.
El que salvó su vida fue John Daniel Evans, montando al Malacara, y
dando origen así a la historia que aun hoy se cuenta a los turistas en
Trevelin, donde está enterrado el caballo.
galeces_carro.jpgEn 1885, el gobierno
promulgó la Ley de Territorios, y la colonia galesa quedó dentro del
Territorio del Chubut, que se extendía desde el paralelo 42º hasta el
paralelo 46º sur, y desde el mar hasta las cimas más altas de los Andes,
en el oeste. Se designó al teniente coronel Luis Jorge Fontana como
gobernador, y a Rawson como capital de la futura provincia.
Muy probablemente, fue en esa misma época,
después de la rendición de los últimos caciques patagónicos, Inacayal,
Sayhueque, Foyel y Chiquichano, que Francisco Nahuelpan se estableció en
el Boquete que hoy lleva su nombre, en las cercanías de la ciudad de
Esquel, aunque no hay documentación que avale la fecha exacta.
Ese mismo año, el coronel Fontana, junto con
sus rifleros -una treintena de hombres, de los cuales diecinueve eran
galeses- salió del valle con rumbo al Oeste. Llegaron a los alrededores
de lo que es hoy el Valle 16 de Octubre y lo nombraron Cwm Hyfryd, o
Valle Encantador en lengua galesa. Si bien George Musters, que pasó por
la zona de Esquel en el verano de 1869-1870 encontró numerosos indígenas
como lo cuenta en su libro “Vida entre los Patagones”, “…nos hizo una
visita a la tarde y nos dijo que hacía varios meses que la toldería se
encontraba en ese lugar, llamado Esgel-kaik…”, cuando llegaron los
galeses no había mas que rastros antiguos de estos indígenas en la zona.
Como dijimos antes, en la localidad de
Valcheta, en Río Negro, funcionó la mayor reducción indígena de la
Patagonia, donde eran recluidos principalmente, mujeres, niños y
ancianos, ya que los hombres habían sido muertos durante la campaña.
En 1888, John Daniel Evans, el mismo que
había acompañado a Fontana al Valle 16 de Octubre, que había escapado
con vida del Valle de los Mártires, visita Valcheta. Su impresionado
relato, recogido por Clery Evans en su libro “John Daniel Evans, El
Molinero”, permite una comprensión cabal de lo que eran realmente estas
“reducciones”:
“En el trayecto entre Valcheta y Patagones,
lo que viví me dolió y aun hoy me lamento, lo aquí ocurrido me marcó en
el alma duramente (…) el camino que recorríamos era entre toldos de los
indios que el Gobierno había recluido en un reformatorio. En esa
reducción creo que se encontraban la mayoría de los indios de la
Patagonia. El núcleo más importante estaba en las cercanías de Valcheta.
Estaban cercados por alambre tejido de gran altura, en ese patio los
indios deambulaban, trataban de reconocernos, ellos sabían que éramos
galeses del Valle del Chubut, sabían que donde iba un galés seguro que
en sus maletas tenía un poco de pan.
Algunos aferrados al alambre con sus grandes
manos huesudas y resecas por el viento, intentaban hacerse entender en
un poco de castellano y un poco de galés: ‘poco bara chiñor, poco bara
chiñor’ (un poco de pan señor).
(…)”Al principio no lo reconocí, pero al
verlo correr a lo largo del alambre, con insistencia gritando ‘bara,
bara’ (pan, pan, en galés), me detuve cuando lo ubiqué.
Era mi amigo de la infancia, mi hermano del
desierto con quien tanto pan habíamos compartido. Este hecho llenó de
angustia y pena mi corazón. Me sentía inútil, sentía que no podía hacer
nada para aliviar su hambre, su falta de libertad, su exilio, el
destierro luego de haber sido el dueño y señor de las extensiones
patagónicas y estar reducidos en este pequeño predio.
“(…) Tiempo más tarde regresé con dinero
suficiente dispuesto a sacarlo por cualquier precio y llevarlo a casa.
Pero no me pudo esperar: murió de pena al poco tiempo de mi paso por
Valcheta”.