En toda América, en los últimos 500 años, los pueblos originarios
tuvieron que ceder sus territorios al conquistador, que no sólo se
proclamaba dueño de una tierra “vacía” sino que también imponía su
visión del mundo, su religión, sus valores.
Esta conquista, si la vemos del lado del
vencedor, o robo y genocidio, si lo vemos del lado de los vencidos,
siguió ocurriendo bien entrado el siglo XX… hoy mismo continúa.
Podemos encontrar noticias de desalojos,
robos de tierras, títulos de propiedad falsos que permiten el atropello,
en muchas comunidades a lo largo y ancho de nuestro país; este despojo a
los pueblos originarios, sostenido por la codicia y la ambición, se
apoya en el desprecio de los derechos de los indígenas, el menosprecio
por su cultura, y la connivencia de los gobiernos y sus funcionarios,
aquellos que deberían defender, justamente, a quienes los necesitan.
El desalojo de Nahuelpan
es un ejemplo de las marchas y contramarchas de las leyes; una historia
que comienza en 1908, cuando el entonces presidente de la Nación
Argentina, José Figueroa Alcorta, reconoció la participación del cacique
Nahuelpan y su gente en el plebiscito de 1902, y legalizó la tenencia
de la tierra que habitaban, otorgando una superficie de 19.088
hectáreas, que luego se amplió hasta alcanzar unas 9 leguas de campo
aproximadamente.
Según el decreto del 3/7/1908, “se aprueban
las operaciones concretadas por la Dirección General de Tierras y
Colonias, para el replanteo y trazado de terrenos destinados a los
indígenas de Nahuelpan como asimismo el deslinde de un pueblo en el
valle Esquel. Se dispone también que la Dirección General de Tierras y
Colonias deberá terminar convenientemente estas operaciones.” (Publicado
en el Boletín Oficial del 4/7/1908).
Los pobladores de Nahuelpan recibieron la
tierra, pero ningún apoyo del gobierno, por lo que retomaron su economía
de crianceros, con un estilo un poco mas sedentario que antes. Su
subsistencia dependía de la caza y el pastoreo, el cultivo en sus
huertas de papas y otras verduras, y la cría de aves de corral. “Su
patrimonio se iba incrementando de acuerdo a las buenas pariciones, ya
que de las zafras laneras, el producto iba como lo ha sido
históricamente, a parar a las barracas de los acopiadores o mercachifles
a precios indignos y engañosos”. También eran medieros, es decir que
criaban majadas de personas de Esquel a cambio de un porcentaje de los
cueros, lana y pariciones mientras que éstos abonaban un derecho de
pastaje a la Dirección General de Tierras. (Chele Díaz, en 1937: El
desalojo de la tribu Nahuelpan).
Las tierras del boquete Nahuelpan, ricas en
agua y pasturas, eran codiciadas por algunos pobladores de la zona,
entre ellos el abogado Lorenzo Amaya, que llegó a Esquel en 1918, junto
con sus hermanos Nicanor y Gualberta. Residía generalmente en Buenos
Aires, donde hizo lobby durante muchos años hasta que, en 1937,
consiguió obtener la tierra. Si bien los Amaya fueron los ideólogos del
desalojo, hubo otros ciudadanos de Esquel que aprovecharon la ocasión
para pasar de empleados a patrones, o para ampliar sus tierras. Los
fundamentos fueron, siempre, que los pobladores eran “sujetos de pésimos
antecedentes y sin hábitos de trabajo“, “..vagos, borrachos y
ladrones”, en definitiva, la noción de que el “indio es inferior” y por
lo tanto podía ser reemplazado por “el buen colono blanco”.
Se ignoraba -aún hoy se ignora- la cosmovisión de un pueblo ,
el derecho a vivir en su tierra -a mantener la tierra en la que
vivieron sus antepasados- y su cultura, diferente pero más en armonía
con la naturaleza y su entorno de lo que jamás ha estado el hombre
blanco.
Como se desprende del Decreto de desalojo ,
fechado en mayo de 1937, a los habitantes de Nahuelpan no sólo se les
quitó la tierra por la “falta de hábitos de trabajo”, y por ser “un
serio inconveniente para los pobladores”, sino que, “los paisanos eran,
mas que naturalizados, naturales de la tierra, por lo cual eran
considerados por el pensamiento casi general de la época: parte de la
fauna regional. Animales indeseables para el terrateniente que quería
serlo a la distancia, desde Buenos Aires; animales dañinos para el
productor racista que vivía en la zona”. (Chele Díaz, en 1937: El
desalojo de la tribu Nahuelpan).
El desalojo se concretó el 15 de diciembre
de 1937; fue llevado a cabo por el ejército -el Destacamento 7º de
Montaña se había establecido en Esquel ese mismo año- y la policía,
junto con personal de la Dirección General de Tierras, y fue brutal y
despiadado.
Se sacaron las pertenencias de los
pobladores de las casas y les prendieron fuego a los techos, en su
mayoría de juncos, y luego los trasladaron en camiones: a la zona de
Cushamen y Gualjaina -a campos áridos y con aguadas lejanas-, otros
fueron a la comunidad de Lago Rosario y Sierra Colorada, y a lo que es
hoy el Barrio Ceferino, de la ciudad de Esquel.
Allí, en Esquel, del otro lado del arroyo,
muchos niños y ancianos murieron de hambre y de frío en ese primer
invierno; familias que antes vivían de su trabajo y sus animales, se
vieron obligadas a mendigar y a emplearse en el pueblo para poder
sobrevivir. Personas que perdieron mucho, no sólo sus animales y sus
medios de subsistencia, sino su organización social, sus costumbres, sus
seres queridos, su propia vida.
Porque, después del desalojo del 37, la vida de los habitantes de Nahuelpan fue otra.