A menudo, tanto en la escuela como en versiones divulgadas por la
otra parte, hemos escuchado las justificaciones de lo que significó la
Campaña del Desierto. Incluso uno mismo, descendiente de nativos de esta
tierra, ya sea por desconocimiento parcial o total de los hechos, se
hace a la idea de que fue algo necesario o con un significativo aporte
al desarrollo y consolidación de nuestro país.
Pero alguna vez nos hemos puesto en su lugar,
en la carne y piel de aquellas personas humanas como cualquiera de
nosotros, sin distinciones étnicas.
La verdad es que el “sentir humano” es lo
único que puede igualarse entre todos los hombres. Todos tenemos la
capacidad de amar lo que nos da felicidad, de sufrir ante situaciones
que nos provocan daño, y de lamentar, sin límite de tiempo, la pérdida o
el arrebato sin piedad de lo que tanto apreciamos.
El amor hacia un hijo es un sentimiento que
solo se llega a comprender cuando nos convertimos en padres. Supera,
quizás el más importante hasta ese momento, el amor a los padres.
También a los otros, amigos, familiares y hasta uno mismo. Pero aumenta,
también, enormemente el miedo a que algo malo les suceda. El temor a la
imposibilidad de evitarle un sufrimiento.
También el hecho de pertenecer a un lugar,
que nos provea lo necesario para subsistir junto a nuestros seres
queridos bastaría para sentirse pleno.
“La Campaña del Destierro”, tanto de identidad como de emociones, definiría mejor este proceso.
Acaso se subestimo el sufrimiento que les
provocaban quitándoles la tierra, matando a sus hijos, padres,
familiares y amigos. Cortándoles su libertad y la posibilidad de ganarse
el sustento para cada día. De ser dignos y no sentir que su peor
condena fue nacer. De renegar por ser parte del lado damnificado
pensando que distinta es la suerte del otro.
Un testimonio de época, a modo de resumen,
para elaborar una conclusión de lo que representa la “Campaña del
Desierto” para los Pueblos Originarios de la Patagonia.
Reubicación de las familias aborígenes
Una vez terminada la campaña del desierto
comenzará para las familias un nuevo calvario: el éxodo que los llevara
primero a los centro de detención situados en Valcheta, Bahía Blanca o
la misma Buenos Aires. Para luego ser regresados a la Patagonia y
confinados en reservaciones que casi siempre eran dispuestas en tierras
poco productivas.
El arribo a Buenos Aires les deparaba un tormento aun mayor, y así lo describía un periodista de la época:
“Lo que hasta hace poco se hacía
era inhumano, pues se le quitaba a las madres sus hijos, para en su
presencia y sin piedad, regalarlos, a pesar de los gritos, los alaridos y
las súplicas que hincadas y con los brazos al cielo dirigían. Este era
el espectáculo: llegaba un carruaje a aquel mercado humano, situado
generalmente en el Retiro, y todos los que lloraban su cruel cautiverio
temblaban de espanto (…)
Toda la indiada se amontonaba,
pretendiendo defenderse los unos a los otros. Unos se tapaban la cara,
otros miraban resignadamente al suelo, la madre apretaba contra su seno
al hijo de sus entrañas, el padre se cruzaba por delante para defender a
su familia de los avances de la civilización, y todos espantados de
aquella refinada crueldad, que ellos mismos no concebían en su espíritu
salvaje, cesaban por último de pedir piedad a quienes no se conmovían
siquiera, y a pedir a su Dios la salvación de sus hijos”.
El proceso se completaba con los estragos que
producían entre aborígenes enfermedades tales como el sarampión, la
gripe, la difteria, tisis y neumonía, para las que carecían de
anticuerpos y a las que fueron expuestos en forma directa con su
contacto con el “huinca”.
Libro “Trevelin”
Municipalidad de Trevelin, Dirección de Cultura, Centro de Investigación y Documentación Histórica.
Pág. 188, citando artículo del diario El Nacional, de Buenos Aires, 20 de Marzo, 1885.