Juan Ripa, maestro patagónico

Julián Ripa fue maestro de la Escuela 15 de Cushamen entre 1936 y 1943. De su libro “Recuerdos de un maestro patagónico” extraemos los siguientes fragmentos


Un diablo en el internado


¡El internado de la Escuela 15 de Cushamen!

Pienso en él y vuelvo a vivir con aquellos niños que le dieron nacimiento: Valeriano, Juan, Alfredo, Bernardino, Honorio, Ramón, Julián, Horacio, Andrés, Rosita, Josefina, Casimiro, Victoriano, Leocadio, Eduardo. Vuelvo a vivir con ellos. Me invaden después de tantos años, los mismos sentimientos que entonces conmovían mi joven espíritu.

Los veo, con las últimas claridades del día, tender sus camas sobre el duro suelo. Primero una pelera, con el sudor seco de cien, de mil galopes. Luego un cuero de oveja gastado por el uso; después, tal vez otro cuero, tal vez otro más; de cabecera, los bastos del recado, los que lo tenían, que eran muy pocos; los más, un adobe, una piedra. Para taparse, una vieja matra deshilachada, un poncho… Lo mismo sobre lo que dormían en sus hogares. Lo mismo que los cobijaba en sus hogares.

Los veo dormir con su sueño de niños cuando, antes de acostarme, iba a mirarlos a la luz de la linterna. Las mujeres en un aula. Los varones en otra. En otra, o afuera. Porque era su gusto dormir bajo la luz de las estrellas. El piso de madera del aula se les hacía duro. Los incomodaba. Los repelía. No lo reconocían. Para ellos, la cama, la única cama auténtica era la tierra. La vieja, cálida tierra madre, hermana, amiga. De ellos. De sus antepasados, que sobre ella habían reposado desde la iniciación de los tiempos.

Recuerdo aquella noche en que los varones vinieron a despertarme, a la madrugada, porque en el aula dormitorio había un diablo. Un diablo inquieto que se trepaba a los bancos, se colgaba de los palos del techo, subía, bajaba. Se les arrimaba. ¡Con qué precisión lo describían! Ágil, pequeño. Brillante, como un fuego. ¡Cómo me costó convencerlos, linterna en mano, que no había tal diablo! Que ese diablo sólo existía en las supersticiones y leyendas de los antiguos araucanos.

(….)

Hoy parecerá un milagro o cuento de hadas, pero no lo es. Con una partida de ciento setenta y cinco o doscientos pesos mensuales, una escuela podía, en aquellos tiempos, servir un almuerzo diario a cincuenta niños, y además desayuno y cena a otros veinte.

Por supuesto se servían platos simples que les podía preparar en un fogón improvisado, dentro de una enorme olla: guisos, polenta, tallarines, lentejas, locro.

En los días buenos, los niños comían sobre mesas rústicas que habíamos preparado con tejuelas viejas, de un techo que se cambió; en los malos, de viento y frío, se comía en el aula, pues no existía ninguna instalación especial.
Luego de comer, cada niño se lavaba su plato y su cubierto, en recipientes puestos junto al pozo de agua. En los últimos tiempos, habíamos logrado sacar un canal del arroyo Cushamen, que pasaba frente a la escuela. Ese canal, que hicimos con los alumnos, sin más herramientas que un pico, una azada y una pala (…) nos proporcionaba agua abundante y fue la base de un ensayo de huerta que realizamos.

El desayuno consistían en un jarro de mate cocido o cascarilla con leche condensada. Con bastante frecuencia (…) los niños podían tomar un jarro de cocoa. Tengo a este respecto una pequeña anécdota que más de una vez he relatado a mis amigos.

Sabía preguntarles por la mañana que deseaban que preparáramos para el desayuno. El día del cuento mientras calentaba el agua, salí al patio y les pregunté:
- Chicos, ¿Qué quieren hoy, mate cocido o cascarilla?
- La respuesta unánime, rápida, terminante fue “¡Cocoga…!”
Otras veces me oían ordenar al peoncito que colaboraba en mis tareas que preparara el mate cocido o la cascarilla. No faltaba nunca alguno que, con disimulo, pero no tanto como para que no lo oyera, comenzara una cantinela hecha de una sola palabra: “Cocoga, cocoga, cocoga”.

Ripa, Julián I. 1980. Recuerdos de un maestro patagónico. Buenos Aires, Marymar.

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